miércoles, 16 de mayo de 2012

EL BRAZO DE LA CRUZ.


 En pocos días cumpliré cincuenta años.
No son pocos ni muchos.
Los necesarios para terminar mis días en el aserradero.
Mi destino, como el de todos los árboles es incierto.
Algunos no llegan a cumplir el año de vida; falta de agua, arraigo en un lugar poco propicio...
¿Suerte o destino?
Otros caen víctimas de un rayo o de algún humano desaprensivo que, por placer, rompe ramas vitales para el crecimiento.
Fui talado hace unos meses y terminé mis días como vigas y tablas en el aserradero a la espera de un destino: ¿una puerta?, ¿una ventana?, ¿un tirante de techo? ¡Vaya a saber! El trabajo diario o el diseñador del carpintero va determinando, según el tamaño, la necesidad o utilidad de cada uno.
Y heme aquí, después de varias jornadas de trabajo, sólo queda una pequeña viga abandonada en un rincón de lo que fue un hermoso árbol. ¿Mi tamaño? No entiendo mucho de medidas, pero me parece que no serviré ni para puerta, ni ventana; y como soy muy corto, tampoco para tirante de techo.
¿Cuál será mi destino? Aquel jueves, porque fue un jueves, la ciudad hervía con el bullici de los visitantes.




Se celebraba la Pascua  Judía y había un gran revuelo por la llegada del Profeta (para unos) o del blasfemo (para otros). Ni romanos ni judíos estaban tranquilos con el clima que se vivía. Y en ese clima tenso llegó la mañana de aquel viernes fatídico.
No era día de trabajo y, sin embargo, el patrón llegó acompañado de un grupo de soldados.
Echaron una rápida mirada y finalmente el centurión dijo:-Aquél. Y señaló el rioncón donde yo descansaba en el piso.
Dos soldados me tomaron por las puntas y un puñado de monedas selló mi suerte. ¿Adónde me llevarían? Apenas atravesamos el patio de la guardia, comprendí lo que pasaba. ¡Iba a ser parte de la cruz del condenado! ¡Vaya destino! Ni puerta, ni ventana, ni viga de techo. ¡Soporte de un condenado a muerte! ¿Y después? ¡Vaya a saber uno!


Me enfrenté, perdón...,me enfrentaron con aquél hombre que más que hombre ers un despojo humano. ¡Me dio tanta lástima, que desee no tener peso! No sabía cómo aliviar la carga de aquel infeliz que caminaba a tumbos. 
Al principio, estaba tan encerrado en mis pensamientos que no percibía lo que comenzaba a suceder. Su piel, la de aquel hombre, no era como la de aquellos que me tocaron cuando crecía como árbol, ni como la de aquellos que me talaron, ni la de aquellos que me convirtieron en viga.
Sentí que me compenetraba con aquel cuerpo como si hubiéramos nacido el uno para el otro.


A medida que avanzábamos ya no importaban los gritos de la gente, los insultos de los soldados, ni el polvo, ni las caídas. Nos íbamos acomodando de tal manera que ya no sabía qué era madera y qué era carne.
Todo fue muy rápido y ejecutado con precisión. En segundos, quedamos fundidos por un par de clavos, el condenado y yo éramos una misma cosa. Yo, soportando aquellos brazos que parecían querer abrazar el mundo, comencé a descubrir mi destino.




Mis vetas comenzaron a teñirse con la sangre de aquel que más que morir, parecía dar vida. No cabía duda, ya no se podía distinguir entre la carne del condenado y mi propia estructura. Lo que contemplé y escuché aquella tarde fue inenarrable. El suplicio terminó en pocas horas y, en pocas horas, aquel cuerpo fue despojado de mi dejando una marca imborrable.

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