miércoles, 22 de febrero de 2012

ESPERANDO PENTECOSTÉS


ESPERANDO  PENTECOSTÉS




"Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce muchos fruto. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna"(Jn 12,24-25)

Lo natural en el hombre es echarse atrás ante las pruebas de la vida, sea cual sea su naturaleza. Pero son sobretodo las pequeñas pruebas de cada día las que forman una especie de telaraña que enturbia la vista, el oído, el alma y el corazón del hombre, que se hace de este modo incapaz de percibir la presencia y la acción del Espíritu Santo.
Esta telaraña con el tiempo aumenta de espesor, tanto que conviene en habitual no advertir más los impulsos del Espíritu (hasta se llega a pensar que el Espíritu no existe). Para abrirse nuevamente a la presencia del Espíritu Santo hay que, ante todo, desprenderse de uno mismo. También en este caso es fundamental la aportación del Espíritu Santo, porque un desprendimiento en el que prima la acción humana lleva siempre a la rigidez, al fanatismo, al formalismo, todos síntomas de un yo demasiado pronunciado o, al contrario, muy débil. A este respecto, San Pablo escribe que aunque repartiéramos todos nuestros bienes, si no tuviésemos Caridad, de nada nos serviría. (cf 1 Cor 13,3)
El grano de trigo que "muere" realiza simultáneamente dos acciones paralelas: se priva de la cubierta externa (se "desprende") y al mismo tiempo revela la vida nueva que contiene en sí. Es un proceso armónico y natural, inserto perfectamente en la dinámica de la creación de la que el Espíritu Santo es participe. Quien vive el propio desprendimiento a través del Espíritu Santo experimenta una realidad dulce, bella, como Jesús que, caminando hacia la muerte, permanecería sereno, y así consolaba a los otros, porque estaba completamente inmerso en el Espíritu Santo.
El desprendimiento completo pertenece a la dinámica del bautismo, porque el bautismo supone morir a uno mismo, morir al pecado. Así lo explica San Pedro a los primeros fieles después de Pentecostés: "Arrepentíos y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesús para la remisión de vuestros pecados, tras haber recibido el Espíritu Santo"
Los primeros cristianos se preparaban para este desprendimiento total con la penitencia, con la catequesis y la decisión firme de vivir para Dios. También nosotros hoy debemos aniquilar el hombre viejo, el que habita en nuestra mente, en el corazón, en la voluntad para dejar la iniciativa a la acción del Espíritu Santo y para estar abiertos a la gracia de Aquel que se ofrece a nosotros completamente, sin reservarse nada.
Para derrotar la muerte, el dolor, el pecado y a Satanás dentro nuestro, y permitir al mismo tiempo que el Espíritu Santo manifieste su omnipotencia en cada rincón de nuestro ser, hay que liberar la mente: "No os conforméis con la mentalidad de este siglo, sino, por el contrario, transformáos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, que es lo bueno, agradable y perfecto" (Rom. 12,2)



Cuando se acepta morir a uno mismo, a través del Espíritu Santo, allí donde había muerte nace la vida. Por el contrario, si no lo hacemos, permanecemos muy frágiles, susceptibles y cualquier contrariedad, por pequeña que sea, nos afecta y destruye. En este caso, hasta las pruebas más insignificantes provocan amargura y necesidad de protegerse. Los chismes, las críticas, las murmuraciones son armas que empuñamos para golpear a los demás. Cuando, por el contrario, invocamos al Espíritu Santo, es Él el que nos defiende de forma inofensiva y vital capaz de construir y no de destruir.
Muchas personas se protegen o agreden a otras simplemente por miedo. Adoptando una actitud de humildad nos abrimos al Espíritu Santo que tiene el poder de purificar y sanar el corazón. Luchar con odio contra las personas que nos hieren es muy dañino para nuestra alma, porque el odio es una puerta abierta a
Satanás. Si en cambio respondemos a la ofensa con una sonrisa, con la bondad, con la oración, el infierno quedará paralizado, y no podrá entrar en nosotros. Así crecemos, nos hacemos recios, mientras que los frutos del Espíritu Santo se transformarán en virtud.
Morir a sí mismos, abiertos al Espíritu Santo,  quiere decir esencialmente convertimos en una nueva criatura. Hay que darlo todo al Espíritu Santo, para que cambie la mente, el corazón, purifique el alma. Sólo en la apertura total a él tiene lugar la transformación de la persona. En este punto descubrimos las virtudes fundamentales: la fe, la esperanza, el amor. Es la vida que florece, es la dinámica del Espíritu Santo dentro nuestro: una fe que no es sólo confianza humana, sino un don que nos une a Dios. Descubriremos entonces que los siete dones del Espíritu Santo son la plenitud de la acción de Dios en nuestro interior, un tesoro escondido y preciosísimo. Pero lo que podremos descubrir realmente es infinito, porque Dios es infinito.
Es pues importante acoger los impulsos del Espíritu Santo y sentir la necesidad de ponerse en camino y de progresar, sin esfuerzos, sin obligaciones, sin disminuciones, sino por el contrario, con naturalidad, animados por la necesidad de vivir.

Padre Tomislav Vlasic




Revista "Ecos del Mensaje" - Lap Argentina - 

(S.B.)
 

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